El sol de invierno ha llegado despacio, se queda en la nuca y el brazo mientras leo. No hace ruido, se conforma con pocas atenciones. Noto su presencia, el calor tierno, pero no lo siento ajeno. Como las manos de un esposo, son caricias conocidas.
Leer sorbe mi atención descaradamente y no veo nada más que la historia en letras.
Unos golpeccitos frios en el hombro me avisan, la visita se va.
En un instante el nubarrón ha dejado el aire lleno de azules y grises. Frío, se encogen hasta los personajillos del libro.
...
A veces, vienen otros nubarrones.
También dejan inquietud helada.
Son nubes negras que se ponen en el corazón. Así, de repente, sin saber con qué viento han volado, mientras estoy distraída con mil trabajos, me siento nublada.
Tengo que hacer un esfuerzo para saber el motivo que ha desatado el hilillo de tristeza.
La experiencia, que aunque tiene arrugas es de lo más bella, me ha enseñado que casi siempre estos nublados del alma vienen por un alfilerazo en el mismísimo "yo".
Sí, por un golpecito de nada en ese "amor propio" que nos enajena.
Hay un sistema infalible para espantar este tipo de nubes: Un espejo, sacar la lengua, y una buena carcajada.