martes, 30 de septiembre de 2014

Zarzamora






Hace mucho, demasiado tiempo que buscaba silencio.

Cuando hace unas semanas visitamos Leyre,  el alma se me quedó enganchada a esos muros rugosos, como se pega la lengua a un cubito de hielo.Deseaba como una loca quedarme encerrada en el mutismo paciente del monasterio.

Pero no pudo ser, seguí trotando, entre mil cosas inutilmente importantes y urgentes.

Y como casi siempre, para que no pierda nunca la capacidad de asombro, ése silencio tan añorado, se  me plantó disfrazado, cuando menos lo esperaba, cuando no había salido a buscarlo.

Me raptó el silencio en un camino de zarzas.
Recolectando  moras con ilusión olvidada.
Una, y otra, y tres más...y allá otro racimo de frutos negros, tan maduros que manchan las manos.
Con avaricia lenta, sin notar los rasguños de las diminutas espinas, iba reuniéndo el tesoro, moras para la mermelada.
Allí mismo se plantó el silencio, y me devolvió la calma.

Fue un silencio lleno de ruido, porque a mi alrededor se escuchaban todos esos sonidos atronadoramente suaves que inundan la montaña: Los cencerros de las vacas, una motosierra preparando leña, las risas de mis compañeros, el reloj del campanario, los crujidos de las ramas, las piedras que se molestan al ser pisadas.

Por unas horas, la mudez de lo inmediato me regaló recogimiento fecundo, y el silencio tomó la forma de un viaje a la infancia, la propia y la compartida con mis polluelos, cuando ellos aún eran el torbellino diario.

Esa fue la medicina, la calma presurosa por juntar algo tan insignificante como unas moras me arrastró a la  ilusión, a las ganas de contar nimiedades de nuevo.