martes, 7 de abril de 2020

Cuento bretón






Gîte | Plougrescant | 100 m de la plage



Hoy, ni llueve ni hace sol. No puedo coger el coche, el avión o el tren, acercarme a vuestro refugio.



Pero hay muchas cosas que sí puedo hacer, porque aquí están, dispuestas a darlo todo: 

Memoria e imaginación, que nos hacen tan apetecible esto del querer. 



Con sus superpoderes quiero recorrer de nuevo esos destinos tan raros y "antiturísticos" que elegimos en verano,  recordar imaginando historias, olores, caricias y colores, para hacer distraído un día cualquiera y que parezca un domingo endomingado.



Según la Wikipedia, 1861 fue un año normal, no podía ser de otro modo, porque había comenzado en un día tan anodino como hoy,  un martes. Pero incluso en los años aparentemente insípidos suceden prodigios cotidianos. Precisamente el 1 de Julio, el mismo día en el que en Roma se publicaba por primera vez L'Observatore Romano, Tugdual Kerros, un bretón reseco como el bacalao,  terminó de colocar la última teja de pizarra en su obra maestra, una casita blanca, como con cara de susto, apresada entre dos enormes bloques de granito rosa.
Si hay en Europa un lugar adecuadamente homologado para el confinamiento, está sin dudarlo junto al Gouffre de Plougrescant. 

                      

Los franceses dicen"gouffre" cuando quieren decir "abismo", que suena menos glamuroso pero da más miedo.
No cuesta mucho imaginar que nadie entendiese porqué escogió aquel lugar tan hosco para vivir. Desde luego no eran las vistas lo que buscaba. Esos lujos, en aquellos tiempos los dejaban para los grandes señores. Tugdual levantó la casa de espaldas al mar, protegiendo las ventanas del viento del norte. 


             



Era un bretón silencioso, nació y creció en Trèguier, amamantado por el salitre, acunado al ritmo de las mareas. Solo le interesaba el mar, le dedicó su vida desde los 15 años, mecido en un barco durante meses, sin tocar puerto, luchando con las redes para pescar sardinas. 

Los inviernos en tierra se le hacían eternos, le devoraban las ansias de volver a la mar. Pasaba los días recorriendo el puerto, por si aparecía algún atisbo de primavera y el capitán gritaba: "Allô mes matelots!", y zarpar de nuevo en la Marie Georgette. Qué delicia,  tensar las drizas, montar la mayor y... dejarse llevar por la mar bajo las velas de color óxido y caramelo.


En uno de estos paseos desesperados varado en tierra, tropezó de bruces con el amor. 
Estas cosas no sólo pasan en las películas románticas, suele ser el modo más habitual de enamorarse, sin motivo aparente, sin saber ni cómo ni exactamente porqué, alguien a quien tal vez no has visto nunca, o alguien a quien estás harto de mirar sin ver, aparece de repente y se engancha en el corazón y en el pensamiento como una garrapata.

Una mañana húmeda de enero apareció Annik, para compartir un amor tan silencioso como sus dueños. Les bastaba mirarse a los ojos y descubrir el para siempre con el deseo de los besos. Comprometieron sus vidas en la Chapelle de Saint Gonery, en Plougrescant.


                             


          

Allí vivía Annik, y allí le esperaría, contando cada mañana los días de ausencia cuando estaba embarcado, y sufriendo cada noche cuando podía abrazarlo, imaginando que pronto llegaría otra vez la despedida. 
Esto es lo que tiene quererse, que ya nunca vas a dejar de sufrir.

Tugdual sentía también un dolor en el pecho cuando con un abrazo eterno se despedía de Annik en el puerto. Pero no podía renunciar a la mar. Sólo frente a aquel abismo rugiente se encontraba pleno.

Cuando se acercaba la fecha del regreso a puerto, Annik bajaba cada día hasta Tréguier, pacientemente, con esa mansedumbre del amor que nunca se cansa. Y al verlo, ni un reproche. Annik sabía querer, y sabía que el mar era lo mejor para él.

Un Octubre de luz amarilla, Annik recibió a Tugdual con un abrazo acompañado.  Apretado en su pecho escondía un revoltijo blanco de puntillas y lana con dos ojos azul violeta, el mismo azul de la bahía con el sol de agosto. 

Aún no sabía Tugdual que aquellos ojos eran en realidad dos anclas. 

Ese invierno empezó a tejerse en su corazón un palangre de fondo, en el que iban quedando atrapadas todas las ansias de oleajes y tormentas, de libertad en solitario. 

Los hijos regalan otro tipo de conquistas, más reales, más humanas. Están reservadas para auténticos temerarios, que se atrevan a quemar las naves, a despojarse de todo, zambullirse en alta mar y entregar la vida a lo desconocido, en realidad a un desconocido.

No zarpó en primavera, cambió el océano inmenso por el abismo de un cosmos ignorado.

Sólo buscó el lugar más parecido a un barco que encontró en su tierra, para temblar cada noche con el romper de las olas, sentir crujir el suelo durante las tormentas, y despertarse cada mañana con el beso salado de la mar en su boca.

En Castel Meur, sin diseños ni permisos, construyó su hogar.

Un auténtico "hand made".