martes, 7 de abril de 2020

Cuento bretón






Gîte | Plougrescant | 100 m de la plage



Hoy, ni llueve ni hace sol. No puedo coger el coche, el avión o el tren, acercarme a vuestro refugio.



Pero hay muchas cosas que sí puedo hacer, porque aquí están, dispuestas a darlo todo: 

Memoria e imaginación, que nos hacen tan apetecible esto del querer. 



Con sus superpoderes quiero recorrer de nuevo esos destinos tan raros y "antiturísticos" que elegimos en verano,  recordar imaginando historias, olores, caricias y colores, para hacer distraído un día cualquiera y que parezca un domingo endomingado.



Según la Wikipedia, 1861 fue un año normal, no podía ser de otro modo, porque había comenzado en un día tan anodino como hoy,  un martes. Pero incluso en los años aparentemente insípidos suceden prodigios cotidianos. Precisamente el 1 de Julio, el mismo día en el que en Roma se publicaba por primera vez L'Observatore Romano, Tugdual Kerros, un bretón reseco como el bacalao,  terminó de colocar la última teja de pizarra en su obra maestra, una casita blanca, como con cara de susto, apresada entre dos enormes bloques de granito rosa.
Si hay en Europa un lugar adecuadamente homologado para el confinamiento, está sin dudarlo junto al Gouffre de Plougrescant. 

                      

Los franceses dicen"gouffre" cuando quieren decir "abismo", que suena menos glamuroso pero da más miedo.
No cuesta mucho imaginar que nadie entendiese porqué escogió aquel lugar tan hosco para vivir. Desde luego no eran las vistas lo que buscaba. Esos lujos, en aquellos tiempos los dejaban para los grandes señores. Tugdual levantó la casa de espaldas al mar, protegiendo las ventanas del viento del norte. 


             



Era un bretón silencioso, nació y creció en Trèguier, amamantado por el salitre, acunado al ritmo de las mareas. Solo le interesaba el mar, le dedicó su vida desde los 15 años, mecido en un barco durante meses, sin tocar puerto, luchando con las redes para pescar sardinas. 

Los inviernos en tierra se le hacían eternos, le devoraban las ansias de volver a la mar. Pasaba los días recorriendo el puerto, por si aparecía algún atisbo de primavera y el capitán gritaba: "Allô mes matelots!", y zarpar de nuevo en la Marie Georgette. Qué delicia,  tensar las drizas, montar la mayor y... dejarse llevar por la mar bajo las velas de color óxido y caramelo.


En uno de estos paseos desesperados varado en tierra, tropezó de bruces con el amor. 
Estas cosas no sólo pasan en las películas románticas, suele ser el modo más habitual de enamorarse, sin motivo aparente, sin saber ni cómo ni exactamente porqué, alguien a quien tal vez no has visto nunca, o alguien a quien estás harto de mirar sin ver, aparece de repente y se engancha en el corazón y en el pensamiento como una garrapata.

Una mañana húmeda de enero apareció Annik, para compartir un amor tan silencioso como sus dueños. Les bastaba mirarse a los ojos y descubrir el para siempre con el deseo de los besos. Comprometieron sus vidas en la Chapelle de Saint Gonery, en Plougrescant.


                             


          

Allí vivía Annik, y allí le esperaría, contando cada mañana los días de ausencia cuando estaba embarcado, y sufriendo cada noche cuando podía abrazarlo, imaginando que pronto llegaría otra vez la despedida. 
Esto es lo que tiene quererse, que ya nunca vas a dejar de sufrir.

Tugdual sentía también un dolor en el pecho cuando con un abrazo eterno se despedía de Annik en el puerto. Pero no podía renunciar a la mar. Sólo frente a aquel abismo rugiente se encontraba pleno.

Cuando se acercaba la fecha del regreso a puerto, Annik bajaba cada día hasta Tréguier, pacientemente, con esa mansedumbre del amor que nunca se cansa. Y al verlo, ni un reproche. Annik sabía querer, y sabía que el mar era lo mejor para él.

Un Octubre de luz amarilla, Annik recibió a Tugdual con un abrazo acompañado.  Apretado en su pecho escondía un revoltijo blanco de puntillas y lana con dos ojos azul violeta, el mismo azul de la bahía con el sol de agosto. 

Aún no sabía Tugdual que aquellos ojos eran en realidad dos anclas. 

Ese invierno empezó a tejerse en su corazón un palangre de fondo, en el que iban quedando atrapadas todas las ansias de oleajes y tormentas, de libertad en solitario. 

Los hijos regalan otro tipo de conquistas, más reales, más humanas. Están reservadas para auténticos temerarios, que se atrevan a quemar las naves, a despojarse de todo, zambullirse en alta mar y entregar la vida a lo desconocido, en realidad a un desconocido.

No zarpó en primavera, cambió el océano inmenso por el abismo de un cosmos ignorado.

Sólo buscó el lugar más parecido a un barco que encontró en su tierra, para temblar cada noche con el romper de las olas, sentir crujir el suelo durante las tormentas, y despertarse cada mañana con el beso salado de la mar en su boca.

En Castel Meur, sin diseños ni permisos, construyó su hogar.

Un auténtico "hand made".





lunes, 6 de abril de 2020

Una Semana que importa






Llegamos a Fiumicino un domingo de septiembre a primera hora.
Pretendíamos aprovechar el día antes del Congreso, y mi compañera de viaje, cegada por el afán ahorrativo, decidió que debíamos probar el bus, en lugar de llegar a Roma con el "trenino".

45 minutos esperando sentadas sobre las maletas, al más puro estilo diáspora, las primeras de una fila de turistas mochileros.

Cuando por fin aparece el Bus, surge de la puerta un can Cerbero disfrazado de italianini macarra, bronceado, brillantemente hidratado, cejas depiladas, camiseta blanca con cuello de pico ceñida a unos músculos de gimnasio, que reventaban las mangas a mitad del biceps, pantalón dos-tallas-menos, más preti que la camiseta, gorra de beisbol y raybans espejadas.
Farfullando con chulería, pretendía dar prioridad a una manada de blancos y blandos aborrescentes americanos.
Pero ni el italiano ni mi compañera viajera sabían que dentro de una señora madura convencional, suele esconderse una agente doble, experta en la lucha por la supervivencia cotidiana, entrenada en la tanda del mercado, las esperas en el pediatra y el dentista, el remeneo en los mercadillos... acostumbrada a limpiar mocos de modo industrial, no iba a dejarme en tierra aquel mocoso con laca.

Al más puro estilo Agustina de Aragón, con todo mi cuerpo-persona, me interponía entre la masa americana y aquel narcisista de todo a cien, y machacando el italiano de forma dantesca, con un marcado acento de Huesca-Norte, proclamaba a voz en rito mis derechos adquiridos con anterioridad. Por toda respuesta el musculoso enemigo, sin quitarse siquiera las gafas como señal de deferencia,  levantó la barbilla semi afeitada y dijo displicente:

" Signora, no m'importa!"

Aquel monicaco no sabía lo que decía, no había calculado bien el impacto de sus palabras, acababa de firmar su sentencia de muerte.

Las madres de familia numerosa estamos especializadas en noquear a zanguangos de todos los pelajes, desde bebés con andadores a adolescentes desequilibrados. No me iba a acoquinar un Garibaldi de opereta.
Si no le importaba al italiano, por mis varices hinchadas con la espera,  aunque fuese por las bravas,  que se iba a interesar.
Tengo experimentado que en momentos de peligro me recorre el esqueleto una especie de "oregonización"general, que me incrusta en cada célula toda la dureza del mismísimo Pilar de la Virgen y el ímpetu de las aguas del Ésera. Con esa fuerza sobrehumana de aragonesa asediada, gritando algo así como "¡Maño, vas a ver tu lo que te importa!", empotré la maleta grande en la puerta y con aquel ariete le abrí paso a mi compañera. Este "sucedido" fue un antes y un después en nuestra relación. Descubrió la pantera negra que llevo dentro, me guarda respeto temeroso, y siempre cuenta esta anécdota para animar los "team building".

No hay mayor desprecio que un "No me importas".

Mucho más doloroso que el odio, que al menos confunde en un primer momento con la promesa engañosa del placer agridulce de la venganza.
No me importas es un golpe seco. Para el latido amoroso con el silencio.

¿No te importa?


¿No te importo?



Los dolores familiares tienen siempre este estribillo.
Nadie puede hacernos tanto daño como quienes deberían amarnos.
De quienes amamos no esperamos otra cosa, que les importemos. 
Esta es la pregunta clave: ¿Quién, de verdad, me importa?
Un termómetro fiable, un test de precisión para estos tiempos en los que todos andamos necesitados de un poquito más de amor.
Por eso se me han quedado en el alma , junto a la imagen de la Plaza de San Pedro desierta, estas palabras del Evangelio:


Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas  se echaban encima de la barca, hasta el punto de que la barca ya se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal. Entonces le despiertan, y le dicen: 


— Maestro, ¿no te importa que perezcamos?


Y, puesto en pie, increpó al viento y dijo al mar: 


— ¡Calla, enmudece!




Sí, le importamos tanto que nos dio la Vida con su Muerte.
Lo recordaremos, más que nunca, esta Semana Santa.

martes, 31 de marzo de 2020

Piel con piel






Sueño...
Con acariciaros en un achuchón.
Poder estrujaros hasta que me duelan los brazos.
Sentaros a nuestra mesa y celebrarnos.
Hartarme de vuestro jaleo.
Que los días de fiesta acaben en desorden desparramado.
Protestar por tantos lavavajillas y vasos .
Desesperarme con las "glomadas" de sábanas, manteles y toallas.

Añoro el piel con piel.

Sólo me reconforta el recuerdo de otros tiempos,  en los que el único reto era descifrar el misterioso por qué "es más mami mía".

Ya falta menos.

Os quiero.























domingo, 22 de marzo de 2020

Cuentos endomingados





"Érase una vez una niña que vivía en un pequeño pueblo del Pirineo".

Así empiezan los mejores cuentos, con esta descripción de cómo son  las caricias de Dios. Haber vivido los primeros años en un pueblo es un regalo divino que nunca agradeceré bastante, que aún sigue cosquilleándome en el alma, y que me ha llenado la vida con historias y personajes que van surgiendo enredados entre el musgo y los acebos que tienen las cabezas de las niñas,  aunque ya sean abuelas.

(En el oscuro pasado de este blog hay unas cuantas de estas estrellas anónimas: Nicasia, Mª Angeles, o el Abue...)



Hoy, domingo en esta solitaria diáspora, os voy a contar la historia de dos hermanos, que aún siguen atisbando a los visitantes, encogidos detrás de cualquier boj del camino.

Todo empezó a finales del XIX. Entonces, los pueblos del Pirineo estaban casi siempre aislados.
Las nevadas eran frías de verdad. Es que entonces nevaba cuando le daba la gana. Nada de aspersores ni fríos inventados para solaz de señoritos. Cuando nevaba... nevaba en serio. Medio metro, dos metros, se acumulaba el hielo en las puertas, en los huecos de las ventanas, nevaba con tanta autoridad que la nieve cortaba los caminos, nadie cruzaba las fronteras temiendo a un guardián tan antipático e inflexible, que hacía brotar sabañones,  y el frío, azuzaba tan fuerte con su aliento, que podía hacer desaparecer las orejas que quedaban a la intemperie. Un simple chasquido, y quedaban reducidas a la nada. Polvo de oreja.
Con semejante panorama, las gentes quedaban confinadas desde las primeras nevadas, muchas veces desde El Pilar hasta bien adentrada la primavera, cuando el frío se cansaba, y se quedaba dormido poco a poco, hasta que desaparecía esparcido en forma de agua por los campos que volvían a verdear, y rebosaban las fuentes.
Así marcaba la naturaleza la vida de los hombres, siempre tenía la última palabra. Nadie se atrevía a llevarle la contraria.
Nació en invierno, sin médico ni comadrona. Le nacieron en una casa sin calefacción, aunque siempre había un gran fuego encendido, con un inmenso caldero colgado en medio de la cadiera.
Era una casa con tierras y ganados, con criados y sirvientas, que nada más verlo, admiraron su belleza, su fuerza.
Ni las madres ni los niños estaban de humor para el piel con piel, demasiado frío, demasiado cansancio, aún moradito por los esfuerzos del parto, lo enfajaron en aquellos pañales rígidos en los que se envolvía a los recién nacidos, para que les quedase claro desde el primer momento que había que estarse quieto. Aquel niño era el primogénito esperado.

Él sería el continuador de la estirpe de aquellas gentes que pasaban los inviernos al calor sus ganados, y cruzaban las fronteras francesas en primavera, para hacer rica la casa, trapicheando con mulas, y así comprar más vacas, más cabras, quitarle las tierras al vecino, y volver a pasar el invierno contando cuántas vacas más comprarían la siguiente primavera. En resumen, eran gentes normales, como lo somos cualquiera.
Su madre, que era de origen francés, de  un pequeño pueblo del otro lado del Salvaguardia llamado Oô, al verlo tan espléndido, y con semejante procedencia en sus venas, no pudo por menos que exclamar admirada "Oooo...lalá".
No tuvo ninguna duda sobre su nombre. Un ser tan bello exigía como mínimo el nombre de un emperador, y le bautizaron como Constantino, aunque, con gran disgusto de su madre, todo el mundo acabó conociéndole como "Cotín de Abi".

Siete años más tarde, esta vez en primavera, nació una niña dulce, con una carita "redondica y pelusica como los malacatones", que de ahí viene la famosa jota.
En aquellos años años los partos eran un deporte de riesgo. La niña nació huérfana.
En honor a su madre, le pusieron por nombre "Genoveva", que fue, como esa madre que nunca conoció, una santa pastora y francesa.

Desde ese mismo instante Constantino, Cotín para los amigos, no tuvo más misión en la vida que velar por aquel pedacito de vida que le unía a la madre muerta.

A los pocos años, cuando Cotín ya mercadeaba solito con el ganado cruzando los glaciares en primavera, murió el padre por un simple resfriado. Igual era un virus, pero en aquellos tiempos no hilaban tan fino.

Los hermanos quedaron más unidos que nunca. En invierno, sitiados por los hielos, mientras las criadas cuidaban a Genoveva, Cotín pensaba y repensaba cómo aumentar las rentas, cómo comprar más barato y subir los precios. Porque era un emprendedor nato. A toda costa quería que su hermanita del alma tuviese una vida de princesa.

Y para eso la mantenía lejos de las otras crías del pueblo, que la volverían zafia, palurda y atontada. Hacía traerse de Zaragoza, o de Toulousse, ropas, zapatos, cintas y medias para que su Genoveva fuese reconociéndose como quien era, un ser para otra dimensión.

No tenía otro afán. La quería tanto que comprendió que debía renunciar a su compañía para que ella
pudiese tener la vida que él le soñaba. Había que alejarla de aquellos fríos antes de que se le resecasen las manos, y el viento del puerto le dejase las mejillas acartonadas.

Y la mandó a estudiar con las monjas en Huesca, para que se refinara, aprendiese música, bordado suizo, pintura, francés, a servir el te y tocar el piano. Eso no podía enseñárselo en Abi.

Renunció incluso a que volviese a casa a pasar las vacaciones. No quería que se contaminase, era mejor mandarla a tomar las aguas a las Termas Pallarés, en Alhama de Aragón, donde Genoveva socializaba como es debido con las socialités pequeño burguesas de Zaragoza y de Madrid.

Sólo en esos días de reposo, Cotín se regalaba algunos días con su hermana. Aunque tenía nombre de emperador, en la vida cotidiana nunca usó otra tiara que la boina negra, de pura lana, que era preceptiva en el pueblo. Pero para acompañar a la hermana, se vestía como un gentleman, y se coronaba con un sombrero canotier, que le daba el aire de seductor italiano, un poco venido a menos, la verdad. Porque llegar al nivel de los italianos no está al alcance ni de los de Huesca.

Después volvía a los riscos de Abi. Dicen, dicen, dicen... y ya sabéis que "si quiés mentir, di el que has sentiu dír..." que en esos años el joven ganadero se hizo con un buen emporio inmobiliario, pisos por aquí, pisos por allá...inversiones que asegurasen el nivel que merecía su hermana.

Así transcurrían los veranos y los inviernos, con esa monotonía, en la que Cotín iba haciendo realidad su sueño: Ver a Genoveva convertida en una dama de provincias.

Pero nadie sabe porqué, en una de esas visitas anuales al Balneario sucedió algo, nunca conocido, ni siquiera como fake new en los mentideros pirenaicos. Y Cotín se llevó con toda urgencia a Genoveva a Barcelona.

Se acabaron las monjas y las aguas. De su estancia en Barcelona poco se sabe. Algunos dicen que la vieron en un palco del Liceo. Hermosa como siempre, pero con la mirada perdida, envuelta en esa especie de niebla para el alma que trae la tristeza sin motivo.

Después de muchos años, con nocturnidad y alevosía, Cotín se trajo a casa a Genoveva. Poco más se sabe.
Él continuó con su solitaria vida de siempre,las tierras, el ganado.
Ella siempre encerrada en casa.
Decían que cuando se hacía oscuro salía por los caminos y cantaba ópera.

Yo una vez la ví. O creí verla.
Fue una tarde soleada de septiembre.Tendría unos ocho años y triscaba con libertad por aquellos montes hasta que me llamaban para la merienda. Genoveva salió por detrás de la Piedra de San Pedro, una roca anaranjada que hay en la carretera, donde se junta con el antiguo camino a Seira.
Harapienta, descalza. Un rostro de niña vieja, con dos gruesas trenzas canosas  que en su juventud con seguridad fueron rubias, brillantes, poderosas.
Sobre todo recuerdo sus ojos, tiernos, de un azul aguado, que veían sin mirar, sin posarse sobre nada concreto. Me sonrió sólo con su boca desdentada, manteniendo inexpresivos los ojos, fijos en la nada, mientras me ofrecía en su mano agrietada y negruzca una manzana.

Estaba paralizada, tenía la cabeza llena de todas las historias de miedo que sobre ella se contaban. Los niños en los pueblos lo saben todo, escuchan conversaciones inadecuadas para morales ortodoxas desde la más tierna infancia. Y sobre ella había oído las más horribles leyendas, las más tristes canciones, las más escandalosas novelas.
La verdad es que no me dio mucho tiempo ni para sentir miedo, porque de repente, a unos pocos metros, surgió Cotín con su mula, con la boina calada, y la chaqueta de pana negra.
Gritó:
- ¡¡¡Genoveeevaaaa!!!

Y cuando volví a mirar la anciana ya no estaba. Inmediatamente Cotín me dijo con su voz de ogro bueno:
- Nena, ¿qué fas sola per astí? Tórnate a casa, que te farás mal por ixas piedras.

Hace años que murieron, pero las gentes , ya sabéis, dicen que si tal que si cual,
que aún pueden darte un susto si vas haciendo el ganso por la carretera.




sábado, 21 de marzo de 2020

De la sideración a la consideración

(Fabrice Hadjadj dixit)






Dicen que cuando al torero Rafael el Gallo le presentaron a Ortega y Gasset, preguntó "quién era aquel gachó con pintas de estudiao". Le explicaron que era filósofo, que analizaba, estudiaba y reflexionaba sobre los problemas vitales del ser humano. El torero, asombrado sentenció: "Hay gente pa tó".

Qué profunda verdad.
Hay gente pa tó.
Incluso para dedicarse a entender el "razonamiento" de un virus.
Qué gran suerte que haya gente pa tó. Porque ayer Fabrice Hadjadj regaló una primera lección de "Epidemio-Lógica".

Tomé apuntes como una loca en mi cuaderno marrón, acumulando material intelectualmente digerible como para dos meses de aislamiento. Qué suerte que haya gente tan rara, cuánto bien hace la sabiduría de estos locos del pensamiento.

Este filósofo original, experto en juegos de palabras, hace malabarismos con las ideas, intentando sumergirse en la lógica del virus, hasta encontrar el meollo, el significado de estos días de binomios incomprensibles, amor y muerte, que dejan al descubierto la grandeza y la miseria en un solo golpe.

Hadjadj propone pasar de la SIDERACIÓN (Anulación total y repentina de todas las actividades emocionales y motoras de una persona tras sufrir un accidente o un suceso traumático) a la CONSIDERACIÓN (Dedicar atención a alguien o algo).

Y se basa en un enigma que planteó otro tipo raro, también filósofo y francés, Blaise Pascal, el "Enigma de la caña pensante": 

El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme para aplastarlo: un vapor, una gota de agua, bastan para matarlo. Pero, aun cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere, y lo que el universo tiene de ventaja sobre él; el universo no sabe nada de esto.

En esta idea de comprensión simultánea de la Vulnerabilidad/Dignidad, está el punto de partida de la "sideración" que nos paraliza, para llegar a la "consideración".

Ser capaces de "pensarnos" y descubrirnos frágiles, humildes, quebradizos,  en peligro por una simple partícula de vapor envenenado, nos sitúa contradictoriamente ante nuestra dignidad.

Ahí está el secreto mejor guardado: la fragilidad nos hace indestructibles, porque nuestra debilidad nos sirve de impulso y camino para aprender la grandeza para la que estamos hechos.

Cuando nos reconocemos necesitados, podemos "descentrarnos" y entender y acoger las necesidades del otro.

Cuando ponemos en marcha esa capacidad de pensar "in" y "out", empezamos a entender de qué va esto de la vida. Me gustaría contarlo. Pero eso para otro día.

Porque hoy creo que es día de aprender a dar las gracias.
Al fin y al cabo, si hoy tememos la angustia del dolor y la muerte, es porque hemos comprobado lo bueno, lo maravilloso que es vivir, la suerte que tenemos de haber recibido la vida, tal como es, incierta, insegura, misteriosamente sorprendente e indefinida, abierta a lo que cada uno de nosotros decida ser.










miércoles, 18 de marzo de 2020

Lo mejor está por venir




Mi clausura dentro del confinamiento es "el estudio", en el que hasta ahora nunca había estudiado nadie. 

Y  es que estos días tan distintos van a cambiar muchas cosas, seguro. 
Una novedad es que vuelve "Matermanías". Nos necesitamos cerca.

Otra primicia novedosa es que este refugio, "parece" ordenado.  Sólo lo parece, no os hagáis ilusiones.

Rebuscando entre los libros he encontrado muchas tentaciones. Telas que me guiñan un ojo pidiendo convertirse en un bolso imposible, papeles japoneses con los que forrar cajas útiles para nada, lápices que hacen ojitos para que les haga caso y bailemos un rato patinando sobre un maravilloso papel italiano... y luego el coro de libros. Esos son los peores. Son listos, y conocen mis debilidades. Tantos buenos ratos juntos, cómo pasar de largo sin hacerles caso... y he sucumbido. Sólo he cogido uno. De momento.

El elegido estaba en la zona de lecturas obligatorias, esos libros malditos, de los que había que hacer un resumen y comentario. Siempre para un lunes. Y claro, se les cogía una tirria infinita. Normal. ¿A quien le gusta que le obliguen a besar a un desconocido, así, en frío? Amar y Leer/Aprender se parecen tanto...
Estaba repetido. Ambos ejemplares subrayados, comentados en los márgenes. Uno más sutilmente, el otro con ímpetu y prisas. "El hombre en busca de sentido", de Viktor Frankl. 

Dicen que es buen momento para releer "La peste", de Camus, o "El amor en los tiempos del cólera", de García Márquez. No sé. Para preparar bien estos tiempos me ha seducido releer este librito que está lleno de Esperanza. 


Leer a Frankl invita a enfocar la mirada y recuperar la certeza de que lo mejor está por llegar. 
Certeza es seguridad, convicción de que, sean las que sean las circunstancias, los dolores o las sonrisas que nos vayamos encontrando, cada segundo tiene sentido concreto y real. Siempre hay un TU y un AHORA real.

Solo dos perlas, por si sirven de anzuelo y esta vez nos da por leerlo... con la fuerza que da la libertad.

"No hay nada en el mundo que sea tan capaz de consolar a una persona de las fatigas internas o las dificultades externas como el tener conocimiento de un deber específico, de un sentido muy concreto, no en el conjunto de su vida, sino aquí y ahora, en la situación concreta que se encuentra". 


"Un poco más tarde, según recuerdo, me pareció que no tardaría en morir. En esta situación crítica, sin embargo, mi interés era distinto del de mis camaradas. Su pregunta era: “¿Sobreviviremos a este campo? Pues si no, este sufrimiento no tiene sentido.” La pregunta que yo me planteaba era algo distinta: “¿Tienen todo este sufrimiento, estas muertes en torno mío, algún sentido? Porque si no, definitivamente, la supervivencia no tiene sentido, pues la vida cuyo significado depende de una casualidad —ya se sobreviva o se escape a ella— en último término no merece ser vivida.”