"Érase una vez una niña que vivía en un pequeño pueblo del Pirineo".
Así empiezan los mejores cuentos, con esta descripción de cómo son las caricias de Dios. Haber vivido los primeros años en un pueblo es un regalo divino que nunca agradeceré bastante, que aún sigue cosquilleándome en el alma, y que me ha llenado la vida con historias y personajes que van surgiendo enredados entre el musgo y los acebos que tienen las cabezas de las niñas, aunque ya sean abuelas.
(En el oscuro pasado de este blog hay unas cuantas de estas estrellas anónimas: Nicasia, Mª Angeles, o el Abue...)
Hoy, domingo en esta solitaria diáspora, os voy a contar la historia de dos hermanos, que aún siguen atisbando a los visitantes, encogidos detrás de cualquier boj del camino.
Todo empezó a finales del XIX. Entonces, los pueblos del Pirineo estaban casi siempre aislados.
Las nevadas eran frías de verdad. Es que entonces nevaba cuando le daba la gana. Nada de aspersores ni fríos inventados para solaz de señoritos. Cuando nevaba... nevaba en serio. Medio metro, dos metros, se acumulaba el hielo en las puertas, en los huecos de las ventanas, nevaba con tanta autoridad que la nieve cortaba los caminos, nadie cruzaba las fronteras temiendo a un guardián tan antipático e inflexible, que hacía brotar sabañones, y el frío, azuzaba tan fuerte con su aliento, que podía hacer desaparecer las orejas que quedaban a la intemperie. Un simple chasquido, y quedaban reducidas a la nada. Polvo de oreja.
Con semejante panorama, las gentes quedaban confinadas desde las primeras nevadas, muchas veces desde El Pilar hasta bien adentrada la primavera, cuando el frío se cansaba, y se quedaba dormido poco a poco, hasta que desaparecía esparcido en forma de agua por los campos que volvían a verdear, y rebosaban las fuentes.
Así marcaba la naturaleza la vida de los hombres, siempre tenía la última palabra. Nadie se atrevía a llevarle la contraria.
Nació en invierno, sin médico ni comadrona. Le nacieron en una casa sin calefacción, aunque siempre había un gran fuego encendido, con un inmenso caldero colgado en medio de la cadiera.
Era una casa con tierras y ganados, con criados y sirvientas, que nada más verlo, admiraron su belleza, su fuerza.
Ni las madres ni los niños estaban de humor para el piel con piel, demasiado frío, demasiado cansancio, aún moradito por los esfuerzos del parto, lo enfajaron en aquellos pañales rígidos en los que se envolvía a los recién nacidos, para que les quedase claro desde el primer momento que había que estarse quieto. Aquel niño era el primogénito esperado.
Él sería el continuador de la estirpe de aquellas gentes que pasaban los inviernos al calor sus ganados, y cruzaban las fronteras francesas en primavera, para hacer rica la casa, trapicheando con mulas, y así comprar más vacas, más cabras, quitarle las tierras al vecino, y volver a pasar el invierno contando cuántas vacas más comprarían la siguiente primavera. En resumen, eran gentes normales, como lo somos cualquiera.
Su madre, que era de origen francés, de un pequeño pueblo del otro lado del Salvaguardia llamado Oô, al verlo tan espléndido, y con semejante procedencia en sus venas, no pudo por menos que exclamar admirada "Oooo...lalá".
No tuvo ninguna duda sobre su nombre. Un ser tan bello exigía como mínimo el nombre de un emperador, y le bautizaron como Constantino, aunque, con gran disgusto de su madre, todo el mundo acabó conociéndole como "Cotín de Abi".
Siete años más tarde, esta vez en primavera, nació una niña dulce, con una carita "redondica y pelusica como los malacatones", que de ahí viene la famosa jota.
En aquellos años años los partos eran un deporte de riesgo. La niña nació huérfana.
En honor a su madre, le pusieron por nombre "Genoveva", que fue, como esa madre que nunca conoció, una santa pastora y francesa.
Desde ese mismo instante Constantino, Cotín para los amigos, no tuvo más misión en la vida que velar por aquel pedacito de vida que le unía a la madre muerta.
A los pocos años, cuando Cotín ya mercadeaba solito con el ganado cruzando los glaciares en primavera, murió el padre por un simple resfriado. Igual era un virus, pero en aquellos tiempos no hilaban tan fino.
Los hermanos quedaron más unidos que nunca. En invierno, sitiados por los hielos, mientras las criadas cuidaban a Genoveva, Cotín pensaba y repensaba cómo aumentar las rentas, cómo comprar más barato y subir los precios. Porque era un emprendedor nato. A toda costa quería que su hermanita del alma tuviese una vida de princesa.
Y para eso la mantenía lejos de las otras crías del pueblo, que la volverían zafia, palurda y atontada. Hacía traerse de Zaragoza, o de Toulousse, ropas, zapatos, cintas y medias para que su Genoveva fuese reconociéndose como quien era, un ser para otra dimensión.
No tenía otro afán. La quería tanto que comprendió que debía renunciar a su compañía para que ella
pudiese tener la vida que él le soñaba. Había que alejarla de aquellos fríos antes de que se le resecasen las manos, y el viento del puerto le dejase las mejillas acartonadas.
Y la mandó a estudiar con las monjas en Huesca, para que se refinara, aprendiese música, bordado suizo, pintura, francés, a servir el te y tocar el piano. Eso no podía enseñárselo en Abi.
Renunció incluso a que volviese a casa a pasar las vacaciones. No quería que se contaminase, era mejor mandarla a tomar las aguas a las Termas Pallarés, en Alhama de Aragón, donde Genoveva socializaba como es debido con las socialités pequeño burguesas de Zaragoza y de Madrid.
Sólo en esos días de reposo, Cotín se regalaba algunos días con su hermana. Aunque tenía nombre de emperador, en la vida cotidiana nunca usó otra tiara que la boina negra, de pura lana, que era preceptiva en el pueblo. Pero para acompañar a la hermana, se vestía como un gentleman, y se coronaba con un sombrero canotier, que le daba el aire de seductor italiano, un poco venido a menos, la verdad. Porque llegar al nivel de los italianos no está al alcance ni de los de Huesca.
Después volvía a los riscos de Abi. Dicen, dicen, dicen... y ya sabéis que "si quiés mentir, di el que has sentiu dír..." que en esos años el joven ganadero se hizo con un buen emporio inmobiliario, pisos por aquí, pisos por allá...inversiones que asegurasen el nivel que merecía su hermana.
Así transcurrían los veranos y los inviernos, con esa monotonía, en la que Cotín iba haciendo realidad su sueño: Ver a Genoveva convertida en una dama de provincias.
Pero nadie sabe porqué, en una de esas visitas anuales al Balneario sucedió algo, nunca conocido, ni siquiera como fake new en los mentideros pirenaicos. Y Cotín se llevó con toda urgencia a Genoveva a Barcelona.
Se acabaron las monjas y las aguas. De su estancia en Barcelona poco se sabe. Algunos dicen que la vieron en un palco del Liceo. Hermosa como siempre, pero con la mirada perdida, envuelta en esa especie de niebla para el alma que trae la tristeza sin motivo.
Después de muchos años, con nocturnidad y alevosía, Cotín se trajo a casa a Genoveva. Poco más se sabe.
Él continuó con su solitaria vida de siempre,las tierras, el ganado.
Ella siempre encerrada en casa.
Decían que cuando se hacía oscuro salía por los caminos y cantaba ópera.
Yo una vez la ví. O creí verla.
Fue una tarde soleada de septiembre.Tendría unos ocho años y triscaba con libertad por aquellos montes hasta que me llamaban para la merienda. Genoveva salió por detrás de la Piedra de San Pedro, una roca anaranjada que hay en la carretera, donde se junta con el antiguo camino a Seira.
Harapienta, descalza. Un rostro de niña vieja, con dos gruesas trenzas canosas que en su juventud con seguridad fueron rubias, brillantes, poderosas.
Sobre todo recuerdo sus ojos, tiernos, de un azul aguado, que veían sin mirar, sin posarse sobre nada concreto. Me sonrió sólo con su boca desdentada, manteniendo inexpresivos los ojos, fijos en la nada, mientras me ofrecía en su mano agrietada y negruzca una manzana.
Estaba paralizada, tenía la cabeza llena de todas las historias de miedo que sobre ella se contaban. Los niños en los pueblos lo saben todo, escuchan conversaciones inadecuadas para morales ortodoxas desde la más tierna infancia. Y sobre ella había oído las más horribles leyendas, las más tristes canciones, las más escandalosas novelas.
La verdad es que no me dio mucho tiempo ni para sentir miedo, porque de repente, a unos pocos metros, surgió Cotín con su mula, con la boina calada, y la chaqueta de pana negra.
Gritó:
- ¡¡¡Genoveeevaaaa!!!
Y cuando volví a mirar la anciana ya no estaba. Inmediatamente Cotín me dijo con su voz de ogro bueno:
- Nena, ¿qué fas sola per astí? Tórnate a casa, que te farás mal por ixas piedras.
Hace años que murieron, pero las gentes , ya sabéis, dicen que si tal que si cual,
que aún pueden darte un susto si vas haciendo el ganso por la carretera.
4 comentarios:
¿Hay una frontera más o menos clara entre la realidad y el cuento?¿cuánto de esto es real? O al fin y al cabo no importa...
jeje...creo que tu también lo verías alguna vez, bajando por el camino de Abi.
Si, existieron Cotín y Genoveva. De algunas cosas estoy segura, de otras no.
Tampoco sé si mi encuentro fue un sueño o de vedad pasó.
Pero siempre me ha dado respeto miedo ir andando sola por esa curva.
Gracias por leer y comentar.
Matermanías... polvo de oreja y de ojos se me han quedado al leerte. Pero chiquilla, ¿qué has hecho tú estos años? Esperabas al confinamiento, como si lo viera. Regalazo de cuento y ventanita para encontrarle el sentido a este guión tan malísimo que nos cerca. Para lo que queráis, lolo.
Yo prefiero quedarme con la idea de que todo el cuento, la historia, los personajes son reales.. gracias Mami por el post, me ha encantado!
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