Al salir de casa la escarcha recorta los flequillos del césped, sombra en blanco mientras el verde duerme.
Ajusto los guantes y me froto los nudillos como gimnasia preventiva para acariciar el día.
Cuando el tren me deja en el centro, las bombillas aún están encendidas. Tiemblan al final de la guardia, toda la noche en alerta incandescente les ha dejado el brillo en neblina.
Hay vacío en la calle y frío en las aceras desnudas del gentío habitual.
Los municipales juegan al corro en círculos dicharacheros, pero al arrebato de una señal que sólo ellos entienden, se dispersan de dos en dos, listos para cosechar multas.
También en pareja cruzan desde San Agustín dos Hermanas de Calcuta, con sari azul y sandalias. Pero ellas cosechan oracion y entrega.
Los kioscos se desperezan, y acumulan en desorden legajos con las noticias recién planchadas.
El mercado aún está apilado en cajas de madera. Con las persianas bajas los tenderos preparan el atrezzo de sus paradas con las frutas tropicales.
El paso lento y solitario abre mirillas que otros días están cerradas. En el callejón dos prostitutas, ateridas, con los ojos tan vacíos como sus bocas, la droga se les ha comido los dientes y la esperanza. El único brillo que ilumina esa esquina es el blanco ajado de sus botas de charol.
Toda la luz ruge al final, en el puerto, salta la ciudad tendida en sombra, y se empotra en el Tibidabo, en un chasquido de claridad que bajará poco a poco, desparramándose como la miel dorada, desde Collçerola hasta la playa. En ése brinco de saltimbanqui, la luz ha ido dejando desconchones naranjas en las torres más altas y las esquinas salientes que desobedecen la fila india de las disciplinadas calles. La Luz. Como siempre, invita a elevar la mirada.
En estas primeras horas, la ciudad tiene el tedio e indiferencia de las amantes antiguas, el punto de distancia y soledad que la hace deseable, misteriosa.