Acababa de lavarme el pelo.
Acudí con la melena lisa y brillante y regresé a casa con los pelos revueltos y la cabeza "enharinada" por el polvo del arenero.
Me duelen los huesos todos con sus articulaciones, y noto la presencia de cada uno de los músculos del cuerpo humano. Ya no recordaba lo que puede llegar a correr un niño de 20 meses detrás de las palomas… y su abuela, (mi mismidad entera), detrás de él.
La falta de costumbre.
Hacía muchos años que no iba al parque en acto de servicio.
Pero esto del parque es como lo de montar en bici, aunque llevemos mucho tiempo sin pedalear, el equilibrio sobre las dos ruedas quedó grabado en las sinapsis neuronales, por los siglos de los siglos, y nuestro cerebro ya sabe solito lo que tiene que hacer.
Enseguida logré retomar el mando de ése hábitat que fue la mitad de nuestro hogar durante casi veinte años.
Cada día al salir del cole, y los fines de semana, con doble sesión, visitábamos "el parque".
Que, en realidad, a lo largo de tantos años fueron muchos parques, casi todos los de la ciudad.
Paisajes y paisanajes cambiantes, desde los grupos de madres jóvenes de mis primeras maternidades, en el que hice tantas y tan buenas amigas, al parque de "tatas" y "canguros", en la etapa de nuestros hijos pequeños.
En el parque de hoy, había tantos padres como madres. ¡Bien por ellos!
Sentí un pellizco de "ensoberbecimiento" al comprobar que "somos abuelos jóvenes", porque la inmensa mayoría de los padres estaban más cerca de mi década que de la de mis hijos.
Me llamó mucho la atención lo "sueltos" que jugaban los pequeños.
Nunca he "interactuado" demasiado, prefería que jugasen entre ellos, y salvo alguna vez que les hacía de portero, me sentaba en un banco, con la mirada atenta y vigilante, porque los renacuajos eran- siguen siendo- de lo más imprevisible.
Pero ahora los padres se ponen a darle al teclado del móvil, y me dio la sensación de que se quedan tan panchos en su burbuja.
Aunque igual es que ahora tengo la sensibilidad cambiada.
Las horas de parque eran un aburrimiento morrocotudo, siempre con la sensación de que tenía cosas más importantes que hacer, que era una pérdida de MI tiempo estar allí sentada. Pero sabía que ellos lo necesitaban, tanto como la escuela o la merienda : correr y jugar.
Al puro estilo de "la letra con sangre entra", poco a poco fui entendiendo, valorando la suerte de poder acompañarlos cada tarde.
Lo insustituible de esos ratos "perdidos", en los que se estaban fraguando tantas cosas invisibles pero fundamentales, en sus vidas y las nuestras.
La abuelidad es una metamorfosis en los gustos y percepciones.
Ya no tengo prisas, ni hay nada más importante que correr detrás de las palomas, y contemplar el juego de los niños con la arena.
Jugar es el trabajo de los niños, y me gusta verlos jugar tan en en serio, como anticipo de la pasión por la vida.
Porque en definitiva la vida es un juego que sólo se puede ganar si se admite seguir jugando hasta el final, como niños confiados, manteniendo la certeza de que más allá de todos los vaivenes, merece la pena ser amada.
Vivir-Jugar como juegan los niños, que saben ver la novedad en la repetición del juego, mil veces repetido.
Como la vida misma.